viernes, 9 de octubre de 2009

Aeropuerto Energetizante (un cuento)

Llegaba a mis tierras de vuelta de un largo viaje, años habían transcurrido desde que las había despedido. Durante la travesía había conocido diversos lugares, culturas, maneras de pensar y vivir; en un principio todo me sorprendía, luego me fui acostumbrando a aceptar las diferencias, incluso yo formaba parte de ellas.

De país en país me moví por avión, mi trabajo me lo exigía, las primeras veces me atemorizaba, luego me acostumbré y llegué a amar la sensación del despegue y del aterrizaje. No era un turista, era un viajero y me convertía en nuevo ciudadano de cada tierra que pisaba.

Como les decía, el día que regresé a mi nación, ocurrió un suceso inaudito que con el paso del tiempo he ido olvidando, día con día un recuerdo más de la transformación se escapa y se pierde; pero haré el intento por platicarles lo más que recuerde de esta extraña aventura en la que aún transito.

Aquel día lejano la aeronave de pasajeros en la que viajaba aterrizó sin percances, avanzó lenta sobre sus neumáticos para encontrarse con los túneles manga que se desplegaban a su encuentro. Fuimos despedidos por la tripulación y comenzamos a transitar, cada uno con destino diferente. Algo me detuvo a pensar, desde que abordé, había notado que entre nosotros no existían niños ni gente joven; todos los pasajeros parecían cansados, al igual que yo, nuestras caras reflejaban aburrimiento, hastío, desprecio por lo cotidiano.

Observaba, sólo observaba, me imaginé en secuencia de imágenes rápidas instalándome en una ciudad, en un barrio, en una casa y finalmente en un sillón, botado ahí hasta convertirme en un ser decrépito. No lo quería. Reflexioné, extrañaría el trabajo del que había decidido retirarme, del que estaba cansado. Yo me alimentaba del movimiento, del barullo, del ruido, del roce, del contacto; ¡de la aglomeración!, ¡de la complejidad intercultural mundial!, ¡de la geografía!, ¡de los paisajes!… Comencé a temblar de angustia y miedo de solo pensarme un ser quieto. Aceleré mi paso, el temblor de mi cuerpo caminante propasaba todo lo conocido, era una sensación ajena, vibrante y arrebatadora; pensé que la demencia me había vuelto su presa. Cansado y abrumado caí, caí y seguí cayendo, rodaba en un proceso de transmutación.

Cuando desperté una fabulosa máquina a la que yo estaba conectado se hacía cargo de todos mis signos, recuerdo que me inflaba y expandía sobremanera; algunas personas me manipulaban puliéndome, revistiéndome, pintándome... Ahora mis funciones no eran dormir, comer, respirar, defecar, orinar, o incluso pensar. Por cierto, mi cabeza y cerebro fueron sustituidos por una especie de cabina, mis manos por alas, y mi cuerpo fue atravesado por ductos; mis cavidades interiores eran llenadas con pequeños seres y objetos. Mi telecomunicación era programada, me sentí grande y dominado, pero libre.

Así como ustedes, los primeros días no comprendía nada, pero poco a poco fui entendiendo: un día pude ver mi reflejo en un océano, también sobrevolé extensas cordilleras, fui tragado por enormes toboganes de corrientes de aire. Sin reparar en ello, y sobre todo sin preocupaciones, lo acepté, pasé de ser una persona a una máquina. El cambio me había llenado de vitalidad. Ahora me movía por el mundo como uno de ellos, de los que tanto me admiraba.

¿Casa?, no tenía casa, mi casa era el mundo y hacía contacto con él por medio de unas terminales en las que obtenía toda mi energía vital para continuar, justo como el primer día, en ocasiones hasta tomaba pequeños descansos en alguno de estos aeropuertos para reponerme y seguir sobrevolando.

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